lunes, 16 de enero de 2017

El barranco


“Hombre, Carmelo. Como le toque a todos y a ti no…” Maldito Pepe y su inconclusa amenaza.

Después de 73 años, sigue viviendo en la casa de sus padres detrás de la Iglesia, fría, y con humedades que deshacen los huesos. Pero ni el reuma, ni el ataque al corazón han hecho que la vida de Carmelo sufra grandes cambios. Todos los días se levanta temprano, prepara el café con el viejo molinillo de mano, se enfunda su chamarra verde y sube a la nave, donde cuida de las cabras hasta que cae el sol. Su rutina sólo se rompe los domingos, cuando acude a escuchar santa misa y a tomarse algo en el bar de Pepe. Desde aquel día todo ha cambiado. Y a Carmelo no le gustan los cambios. Ahora recibe indeseables visitas y todas con el mismo cuento. Maldito Pepe.

Esa gris mañana de marzo no ha empezado bien y va a acabar peor. El molinillo y las pastillas han desaparecido de la alacena. Ha salido a la calle para encontrarse su viejo Range Rover rayado de arriba a abajo. Con el estómago vacío y de mal humor ha llegado a la nave, donde, con su entrenado ojo, cuenta que le falta un chivo. Descubre con horror que el suelo está encharcado de sangre y la pared encalada ha sido decorada con letras chorreantes: “DONDE GUARDAS EL DINERO, CABRÓN?”.

Alterado, sube al coche para conducir una hora hasta la ciudad. Necesita acabar con esta locura. No sabe qué decir cuando el empleado del banco le suelta: “Caballero, este décimo está caducado, tenía tres meses para cobrar, y me temo que ayer era el ultimo día.”

Cuando llega al pueblo, Bienve, que disimuladamente barre bajo el dintel de la panadería, da el aviso al resto, que están esperando en su puerta, con los ojos inyectados por la avaricia: el director de la caja rural, el primo Isaías y hasta el maldito Pepe. Carmelo nota un pinchazo en el pecho cuando todos parecen echarse encima del coche. Acelera hacia el monte cuando ve al cura asomarse tras el visillo de la sacristía, que le parece manchado de rojo, seguramente vino. No se detiene hasta que el camino acaba. Oye un tiro. Quizá hay cacería. Vuelve a oír otro. Sí, la hay, pero hoy la presa es él. Abre la ventanilla, tira el décimo caducado al barro y acelera rezando para que, al fondo del barranco, pueda por fin recuperar su vida de antes. 

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