lunes, 28 de noviembre de 2016

La gota y la isla

LA GOTA

Una gota. Otra, y después otra más. El suero cae sin prisa desde la bolsa trasparente por el delgado tubo. Su viaje acaba en un brazo sin más adorno que una pulsera blanca con su apellido y unos insípidos números. Su piel, tan suave, disimula todo lo que el cuerpo ha pasado las últimas 48 horas. Cansada, en la moderna cama articulada, mira a la mesita auxiliar verde. Ignorando los pitidos de las máquinas que la cuidan y el vasito de plástico con tres pastillas se fija en la foto de su nieta. A través de la amplia ventana de marco granate puede ver el inmenso pinar y un tímido sol de invierno. A lo lejos, la sierra le descubre la primera nevada del año. Tras tantos días de lluvia, la vida le hace un guiño. Lo has conseguido, se dice, has ganado otra batalla.

LA ISLA
Ni una sola nube sobre la isla blanca. Un cielo turquesa que, desde su hamaca de lino, sólo se ve interrumpido por unas cuantas hojas. Sigue con la mirada ese camino verde hasta llegar al centro de la palmera, donde un ágil mulato está encaramado usando un cansado machete. Deja caer los cocos en la arena, mientras un compadre los recoge en un saco gris. Alarga el brazo hasta la mesita de madera oscura para coger su piña colada. Toma el último trago de la pajita azul que le refresca la garganta. Levanta la muñeca mostrando su nueva pulsera, que ahora luce un All inclusive en letras fucsia. Y de esta manera, piensa para sí, es como se celebra una victoria.

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