lunes, 19 de febrero de 2018

BARRO EN LOS ZAPATOS

Eres una vergüenza, si tu madre te viera... Su madre. Ella era la única que había confiado en él, la única que le hubiera creído. Desde que el cáncer se la llevó, él solo quería pintar. Pintaba ojos. Ojos marrones, hambrientos, suplicantes y vengativos. Se había hecho relativamente famoso entre otros graffiteros de la zona norte de Madrid por pintar donde nadie se atrevía a hacerlo.
Sin embargo, para su padre eran gentuza. A un paso del Senado y el mocoso de mierda lo va a arruinar todo, le dijo al jefe de comisaría antes de pedirle el último favor. Ya le habían pillado tres veces pero esta noche la policía no se cruzaría en su camino.
Aprovechó que su padre estaba cenando fuera con alguien importante. Llenó su mochila desgastada con los últimos bocetos, los botes y el destornillador con el que abría casi todas las cerraduras. El olor de disolvente se le quedó en la garganta mientras se cubría la cabeza con la capucha y los ojos con el flequillo. Salió del chalet por la puerta del garaje.  El aceite de los coche mezclado con el agua hacía que el patinete no se agarrara bien, pero logró llegar a la vieja estación en menos de diez minutos. Apoyó su mochila sobre unos ladrillos cerca del murete para que no se mojara. Antes de que pudiera siquiera empezar a sacar el material, oyó un golpe blando. Le gustaba salir de noche pero le asustaba la gente que no temía a la oscuridad.
Vio una sombra moviéndose lenta entre los coches del parking hacia el pinar cerca de la estación. No supo por qué pero fue detrás. Sorteó los charcos tratando de hacer el menor ruido posible y se escondió tras un matorral. Su propia sangre golpeándole los tímpanos le hicieron sentir que iban a descubrirle en cualquier momento. Allí, con sus Converse negras llenas de barro, pudo verlo mejor. De espaldas, el tipo del parking paró frente a una vieja caseta de hormigón y dejó un bulto en el suelo. Miró alrededor y se secó las gafas con las mangas de un abrigo largo. Se agachó sobre el bulto que resultó ser una maleta como las de las de antes, sin ruedas, y con un asa estrecha. En un gesto rápido, terminó de cerrar la cremallera por la que se asomaba indiscreta una maraña de pelo rubio ceniza. Todavía agachado abrió el candado del cobertizo y empujó la maleta hacia dentro usando el pie derecho, hundiéndose por completo en el barro. Cerró de nuevo la puerta verde metálica y, sacudiéndose el abrigo, se marchó de nuevo hacia el parking.

Israel no pintó ojos esa noche, pero aún recuerda los de su padre tras las gafas. No puede olvidar aquel par de mocasines marrones hechos a medida junto con sus Converse. Padre e hijo compartiendo desde entonces algo más que aquel barro en los zapatos. 

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